El
planeta Tierra siempre tuvo dos Lunas, madre e hija. La pequeña luna siempre
había soñado con bajar a la Tierra, se aburría jugando sola, bailando sola,
cantando sola. Se pasaba horas y horas observando cómo transcurría la vida ahí
abajo, lloraba por no poder pisar la tierra, sentir la lluvia, tocar el viento.
Aunque su madre siempre le había dicho que ella tenía que ser luna toda su
vida, la pequeña, en su sana rebeldía, cuestionaba su destino, no podía asumir
que su vida ya estuviera escrita, que no tuviera más opciones, que no conociera
nunca al sol y que su vida se resumiera en cumplir ciclos de 29,5 días. Deseaba
tantísimo bajar y formar parte de los bosques y los ríos, sentir las
dificultades y alegrías de vivir, que se prometió así misma hacer cualquier
cosa para conseguirlo, aunque ello significara no ser eternamente venerada,
dejar de tener el control de las mareas y separarse de su madre.
Una noche, mientras se disponían a brillar como acostumbraban, pasó un cometa muy cerca de ellas, dejando tras de sí un bonito rastro de polvo brillante. La pequeña luna, en fase creciente, estaba convencida de que era ahora o nunca, era el momento de poner a prueba al destino y comprobar el poder que residía en sus sueños. No lo dudó un segundo, cerró los ojos y pidió un deseo. Su deseo. Quería bajar y ser el animal más precioso y mágico que jamás hubiera existido. Quizás no había destino, o sí, y su destino era perseguir su gran sueño cueste lo que cueste.
La noche siguiente únicamente salió una luna, triste y descompuesta, pero feliz por ver a su hija tan contenta. Y ésta, desde lo alto de una colina se despedía de su madre para siempre, aullando y añorando no poder tocar una vez más sus bonitos cráteres, pero con la felicidad de ser lo que siempre quiso ser y teniendo la certeza de que su madre Luna le cuidaría desde arriba cada noche, sin condiciones.
Y desde ese momento, los lobos aúllan cuando oscurece, para saludar a mamá y darle las buenas noches.
Fin 🐺🐺🐺🐺🌚🌚🌚🌚🌝🌝🌝🌝
Dibujos de Adrián Pobo Nadal / @olom.art
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