Alguien me
dijo que los niños no lloraban. Al principio me extrañó, luego lo escuché
varias veces, una detrás de otra, y me lo creí. No sin pena, pues llorar me
salía solo, sin esfuerzo. Me avergoncé mucho y trabajé duro para transformar mi
piel suave de niño vulnerable, en piedra.
Y resulta, que estuve muchos años creyendo que todo estaba bien. Que había
hecho conmigo un negocio excepcional.
Pero mi piel dura y rasposa estaba cansada de ser eternamente el muro donde
colisionaba la magia del universo y la cárcel que no permitía expandir mis
maravillas.
Y bueno, que no sé cómo acabar este texto que llora nostalgia en lágrimas de
letras y me están entrando las prisas.
Digamos que cada vez estoy más convencido de dejarme la piel algo más blandita.
Y, cuando sea necesario, se desplacen con total naturalidad las lágrimas por
ella. Sin pedir perdón.
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