Sufrí
el síndrome del niño adulto.
Resulta que, desde bien pequeño, fui demasiado reflexivo. Acompañado de un
intenso sentimiento de placer por el bienestar de los demás. De querer lo mejor
para todo el mundo, pues entendía que eso era lo mejor para mí.
Quizás fui padre antes de hora.
Quizás aprendí a cuidar, teniendo todavía dientes de leche.
Y es que, no me llegué a creer nunca a los reyes magos.
La fantasía existía solo en los cuentos, la vida era otra cosa. Y yo, sin saber
por qué, ya lo sabía.
Tengo la sensación de nunca haber podido ser completamente niño. Como si
dejarme barba tan joven fuera una obsesión por crecer, que venía desde que
usaba un 35 de número de pie.
Ahora pienso en ello. Y toca a la puerta ese niño contestatario, imaginativo y
con esa fe inquebrantable para encontrar magia en cualquier rincón.
Busco la rebeldía natural de quien no acepta las cosas como son.
Escarbo en los pantalones y en los cajones que guardan los recuerdos de
aquellos años por si encuentro algo de impertinencia, de mala educación y
cabezonería, que maquillen a ese niño con barba y ojos de poder entenderlo
todo, pero no dejarse ver a sí mismo.
Me esfuerzo, me esfuerzo con insistencia para resucitar la magia que le
asesinaron. Huérfano de poderes por crecer tan rápido.
Un niño que, en plena treintena, reclama su sitio en un mundo que no le
permitió ser niño.
No hay comentarios:
Publicar un comentario