Hay
algún rato en el que me controlo.
Logro calmar mi pie irrefrenable.
Consigo contener al tigre que me araña el estómago y al lobo que aúlla en mi
cabeza.
Me doy un respiro.
Y mi pecho se hincha pausadamente, en intervalos constantes.
Ando suave, sin prisa, sin el agobio de la rutina mundana que me observa con
inquietud y desconfianza.
Se me olvidan los relojes y el móvil. Y parece que todo se detiene. El mundo
entero, de repente, se encuentra dentro de una milésima de segundo, hasta donde
abarcan mis ojos y mis manos son capaces de alcanzar.
Cuando esto ocurre, abrazo ese instante con una fuerza descomunal, como si me
fuera la vida en ello, como si supiera por adelantado que me quedan escasos
minutos en este estado transitorio tan mágico.
Y siento el aire en mi cara sosegada.
Y soy consciente del maravilloso choque entre la planta de mis pies y el
planeta.
Y las respiraciones se entonan al son del cruce de mis piernas, formando pasos.
Y mis pensamientos se entrelazan con mi piel, que vuelve a sentirse suave y
frágil como un bebé.
Y mis ojos son, ahora mismo, más iridiscentes que nunca.
Y mis dolores remiten por completo, como si hubiera vendido mi alma al diablo a
cambio de tres minutos de bienestar.
Y mis dientes ya no rechinan ni discuten con mi lengua imperturbable.
Y así disfruto de mi tregua, sin pensar en el momento de reanudar la guerra.
A veces me controlo y, casi sin darme cuenta, estoy a punto de tocar las
puertas del cielo con mis propias manos.
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