Me
enamoras.
Me enamora que te sude el coño lo que piensen de ti y, al mismo tiempo, estés
pendiente de todo lo que ocurre alrededor.
Tu bandera negra, con una calavera estampada, ondeando anarquía en un viaje
hacia el extrarradio de algún mar embravecido, sin reglas que acatar. Un choque
cultural dentro de tus ojos hambrientos, sin necesidad de modificar la
exposición.
Eso que tú llamas rebeldía y que a la razón que me gobierna desde hace siglos,
le provoca insumisión.
Te convertiste en el Bálsamo de Tigre que relaja mis sienes insatisfechas. La
muerte de las angustias que por las noches me acechan.
Nos conocimos a destajo.
En un pestañeo de mes y medio.
Y nos fundimos en risas, mezcladas con vulnerabilidad de la buena, hasta que se
nos saliera el corazón del pecho.
En seis metros cuadrados con ruedas, llenos de sueños y miedos, dejando atrás
la humanidad de cartón.
Fuimos reales.
Ha sido un siglo que pasó en un rato. Días emocionantes en los que fantaseamos
con compartir nuestra sed de infinito.
Ahogarnos en el ansia viva que nos corroe la piel, en cada segundo, en masticar
cada respiro que se permiten nuestras ansiedades.
Descalzarnos y desnudarnos.
Vivir la vida que queríamos por un instante.
Gritarnos las bromas y entender y respetar nuestros sagrados silencios, todo al
mismo tiempo.
Caminar ciudades, playas y montañas.
Mojar los dramas de nuestro primer mundo en dos mares diferentes.
Relegar las vergüenzas y exiliar el pánico de la rutina fulgurante.
Asalvajarnos un poquito.
Tenemos los cuerpos demasiado pequeños para lo que queremos crecer por dentro.
Compañeros de contexto.
Seres fugaces que comparten soledad.
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