Estábamos condenados. Por una vez pensé que el destino había trabajado duro para ponernos uno enfrente del otro, sin que pudiéramos hacer nada por esquivarnos.
La música terminó y las luces de colores intermitentes se apagaron al instante. Fue como tener la certeza absoluta de que sin buscarte ibas a aparecer de nuevo. Ya había leído en esos ojos azules todo lo que necesitaba saber, sin mediar palabra ya me habías susurrado al oído, y yo ya te había gritado vuelve, con toda la fuerza que podía transmitir mirándote fijamente. Podíamos oler la sangre.
Inexplicablemente nos entendíamos sin hablar, o eso dirían los que solo hablan moviendo los labios y la lengua, los pobres que no entienden más lenguajes.
Ahí tuve más fe que nunca, éramos el equipo de salvamento, y sin saberlo habíamos sido enviados a sofocar nuestras penas. No sé por quién, ni por qué, pero me importa poco.
Fuimos refugio en medio de una tempestad, fuimos naranjas enteras, sin mitad, fuimos naranja mecánica a punto de estallar, fuimos la volea de Van Basten y la exhibición de Johan Cruyff en su único mundial.
Estuvimos cerca estando tan lejos, estuvimos al borde del abismo, sin cordura y con toda la pasión que nos quedaba. Tu cabeza sobre mi hombro, mi nariz merodeando el piercing de tu ombligo. Éramos la reconstrucción de Rotterdam en tiempo récord. El barrio más rojo que nunca. Éramos diques y sobrevivimos bajo el nivel del mar. Éramos todo eso, sin necesidad de nombres, sin necesidad de hablar.
Y cuando todo estaba patas arriba nos despedimos, de una forma tan extraña, tan sin cadenas, tan mágica, tan lo que fue toda la noche... que se nos olvidó preguntarnos el nombre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario