Un día, casi sin darse cuenta, naufragó. Empapado y
aturdido, pero con las botas —todavía—
puestas. La isla con alegría sureña lo recogió de la arena. Perdió todas sus
pertenencias, aunque ya no le hacían falta, las olvidó con el paso de los días,
las semanas y los meses.
La isla parecía oscura y triste, aunque él la comenzó a ver
con buenos ojos, como si éstos vieran lo que quieren ver y se cegaran cuando no
les venía muy bien. Se dejó la barba larga, con el tiempo también se dejó
crecer el orgullo. Hubo momentos donde la isla se lo tragaba entero y los
nervios dentelleaban su frágil estómago de corcho y papel. Hubo frío y calor,
lluvia y sol, hubo peleas en el barro e incluso más de un resbalón. Hubo días
largos y noches eternas. Una isla desierta, el inframundo con alguna que otra
duna y un oleaje con un deje un tanto peculiar. Pero la isla se hacía de
querer, se esforzaba día tras día, y es que, parece ser, tenía un gran interés
en el náufrago. Éste, tras la incesante persuasión de la isla, fue aflojando
la tensión, fue rebajando el tono y se quitó los primeros botones de la camisa,
aunque no sin rechistar, ya que cuando la desesperación lo corrompía e
intentaba escapar, la isla no se lo permitía. Tenía cuentas pendientes, deudas
por pagar y muchas cosas por aprender. La isla se lo ganó con cabezonería y se lo fue metiendo
en el bolsillo, hasta la soledad parecía buena compañía, hasta el estrés
postraumático parecía tratarle bien. La isla y él comenzaban a entenderse, debe
ser que darle la vuelta todos los días surtía efecto. Era, sin serlo, el lugar
perfecto. Y al náufrago, cada vez le resultaba más complicado ponerle pegas y
encontrarle algún defecto.
Ambos se acostumbraron a convivir, aunque a regañadientes,
al fin y al cabo, eran él y su isla. Nunca hubo un Wilson o un Viernes. Se
castigaban y se necesitaban a rabiar. Una relación amor-odio, de las que marcan
por fuera y por dentro, de las que no dejan indiferente ni al coco de la
palmera.
Pero, con el tiempo, se convirtió en el amo y señor de ese
trozo de arena en medio de la nada. Poco a poco se vino arriba, tal vez hasta
acabó de hacerse mayor. Y cuando estuvo preparado la isla lo dejó marchar, con
los ojos llorosos, pero con la lección bien aprendida, todas sus ilusiones
renacidas y un saco de sueños por cumplir.
Todas y todos naufragamos pero siempre hay una isla esperando. Cómo la lleguemos a conocer, a odiar o a querer también es cosa nuestra.
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