Sus
ojos verdes atacaron por sorpresa.
Ella plantó bandera blanca sin pensarlo.
Dulce
rendición le dijo con su sonrisa.
Los dos tenían bien marcadas las cicatrices
del pecho, heridas de guerras pasadas.
Olvidadas en el instante en el que sus
miradas lanzaron ráfagas de flechas cruzadas.
No importaba nada.
Estaban rodeados
de gente y a la vez no existía nadie.
Ni siquiera hubo tiempo de pensar en los
daños colaterales.
Solo había cuatro ojos y dos sonrisas que gritaban:
¡conquista
mi ciudad sin piedad!
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