No sé por
dónde agarrar el cielo.
Las estrellas pinchan. Cuchillas enmarañadas puestas a conciencia para cortar
cualquier intento de insumisión de los que estamos debajo.
Las tormentas me estremecen y dan pequeños chispazos a mi corazón arrugado de
tanto susto, mientras su estruendo astilla mi pecho sofocado.
La lluvia, tan preciosa y divina, se entremezcla con la turbulencia de mis
lágrimas facilonas. Las que quedaron agazapadas en su trinchera del lagrimal,
ya no pueden aguantar más.
Y en los días claros, cuando el sol achina mis delicados ojos temerosos, me
acurruco al calorcito de esos brazos de luz que me acunan con dulzura. Pero, si
alargo los dedos tratando de insertarme entre sus llamas, quema.
Y la luna, qué voy a contar de la luna...
tan interesante y traviesa. Ya quisiera yo acariciarle los cráteres con
delicadeza.
Ya quisiera yo pasarme las noches enteras a su lado escuchando esas historias
que ha visto desde su balcón con vistas a todo.
Pero el cielo está muy alto.
A la altura de mi obsesión por tocarlo.
Y se me acaban las estrategias para escalarlo.
Mientras tanto, yo lo miro, con las manos ensangrentadas, los ojos disecados,
mi piel abrasada y mis ganas de alcanzarlo rebosando por las grietas del alma.
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