No tenía
tiempo para dormirme en mis antiguos laureles.
Las noches se acumulaban en las ojeras y bichitos negros, ávidos de carne en
descomposición, se me amontonaban en la boca del estómago. Y así se hace
complicado respirar.
Ya no sabía qué hacer para equilibrar el orgullo y el miedo.
Intenté apretar los dientes,
los puños,
arrugar las cejas.
Hay que ser muy valiente
para colonizar mi mente incandescente.
Para adueñarme de ella y ponerme duro,
¡Callad jodidos cabronazos!
¡Aquí mando yo!
Entrar a golpes, con un machete, y aniquilar cualquier intento de resistencia
atrincherado en esta cabeza irreverente.
No quería ser indiferente
a mi bombardeo de estómago permanente.
Acostumbrarme a vivir con los ojos cansados,
llenos de miedo,
con las lágrimas llorando hacia dentro,
Con la angustia a flor de piel.
No, ya no.
Las señales que nos lanza el cuerpo deben ser escuchadas.
Y el mío ya era adicto a los fuegos artificiales.
Mirar hacia otro lado ya no era una opción.
Vamos a curarnos, una vez más.
Y las veces que haga falta.
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