Desayuno,
en silencio.
Si me concentro, logro escuchar el ruido del motor de la nevera y, más allá, el
de alguna carretera con coches arremolinados en su prisa diaria.
Con una luz tenue, tan suave que cuando entra por el balcón y roza mis ojos,
aún pegajosos, casi me hace cosquillas.
Un café caliente que consigue excitar a mis manos, todavía ausentes del mundo.
Les está costando despertar del letargo.
Un sorbo, una sensación mágica se expande en el universo infinito que abarca
desde la lengua hasta una zona que se encuentra cerca del oído, no logro
ubicarla con exactitud.
Froto mis pies, escondidos tras dos calcetines gorditos, como queriendo
provocar alguna chispa con la que encender el rastrojo de mi piel.
Conecto con mis pulsaciones relajadas, en un estado casi somnoliento. Se
encuentran como el mundo, en armoniosa quietud.
La inspiración instaurada en un instante hechizante, fabricado sutilmente por
la sencillez. Aquella sencillez perdida y olvidada, menospreciada y difuminada
en nuestro trajín agónico.
Hago un llamamiento.
¡Recuperemos los momentos!
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