Noche
fría de invierno.
Toca afrontar el momento de irse a la cama.
Y a mí, que me gusta dormir a pecho descubierto, me desnudo. Siento un frío
intenso y, a la vez, una sensación tan reconfortante de saber que, en unos
segundos, estaré debajo del edredón.
Una vez dentro, con el cuerpo tiritando, los pies con principio de congelación
y las sábanas tan frías como la tundra siberiana, en esos seis o siete minutos,
en los que notas cómo eres tú el que irradia calor (aunque sufras de
hipotermia).
Poco a poco cede, todo se va derritiendo mientras traspasas tus 37°C corporales
al resto de la cama, casi gratis, sin pedir nada a cambio.
No dudas, confías en que una vez equilibradas las temperaturas, son el resto, o
el conjunto del resto y tú mismo, los que haremos subir el mercurio.
La sábana bajera, la almohada y el edredón, antes incapaces de calentar nada,
minutos más tarde, se convierten en foco de calor. Y no dudan en devolvértelo
toda la noche, sin rechistar, sin una mala palabra.
Visto así, parece bonita la relación que mantenemos con inertes y desalmadas
sábanas, almohadas y edredones.
Imagínate si no tuviéramos tanto miedo a dar calor a cuerpos fríos, a corazones
en estado de descomposición y a almas perdidas, aunque nos encontremos en momentos
bajo cero, porque confiamos tranquilamente en que, luego, estaremos todos mucho
mejor.
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