
No es
que te eche de menos.
Es el ego subiendo por mi espalda.
Y me cuesta aceptar otro fracaso.
Aparece, por un momento, la necesidad de hacerte objeto de mi propia
frustración.
Porque como le gusta a nuestro ser egoísta, mejor echarle la culpa a lo de
afuera de nuestras batallas perdidas. Aunque nadie nos haya declarado la
guerra.
Confundo mi orgullo con el dolor causado por mis propios miedos, mordisqueando
mi dignidad malherida.
Y es que resulta tremendamente placentero ponerle nombre y apellidos de otras
personas a nuestros traumas pasados.
Y cuando me doy cuenta de ello, es cuando fluyo, cuando dejo ir, cuando acepto.
Cuando callo a mi parte rabiosa, llena de ira y odio, construida, como un
castillo fortificado, contra la invasión de mis fantasmas.
Yo me cuido.
Yo me salvo.
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