Y como no podía ser de otra forma, terminamos arrinconados y a oscuras. A diez segundos del paraíso, a diez segundos de distancia se encontraba nuestra gran revolución. Con las manos como únicas armas de fuego, nuestros ojos como arma blanca, era el momento, y tan solo estábamos a diez segundos de distancia.
En
ese tiempo quise quemar Troya, todas las naves y mi cuerpo entero en la hoguera
más alta del infierno. Y en esos diez segundos pasaron tantas cosas por mi
cabeza y a la vez pensé tan poquito, que solo pude hacer frente a los
escalofríos y al nudo en la garganta. No se resistieron, todos queríamos
vencer, todos queríamos arder.
Y como las grandes noches que traen resaca, esos diez segundos fueron laguna, que me tuvo que contar la Luna, de pe a pa, con gran detalle, pues prestaba atención desde arriba mientras yo me distraía del resto del universo, hipnotizado y en total desconexión por la manera en la que te mordías el labio. Diez segundos que tardaron en llegar una eternidad, que duraron lo que nuestras miradas tardan en encontrarse y fueron utopía para convertirse en realidad.
Y esto es lo que duran las revoluciones, nuestros diez segundos de distancia.
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