Tener el
corazón más duro que una caja negra de avión no era nada fácil.
Sobre todo desde que permití que fuera un poco menos hermética para que tú te asomaras
de vez en cuando a echar un vistazo a lo que guardaba en su interior.
Dentro encontraste tijeras y esparadrapo, una jeringuilla de adrenalina, un
bote de pastillas para dormir y alguna carta leída, al menos, 147 veces.
Y un sinfín de cositas inservibles que había convertido en reliquias de mis
vidas y muertes pasadas.
Aquello era un baúl del terror, y a ratos era un museo de una belleza difícil
de describir.
Todavía no sé muy bien por qué te dejé entrar allí la primera vez. Aquello era
ultrajar mi intimidad, vaciarme y dejar que corriera el aire frío a través de
mis huesos.
Pero yo qué sé, te gustaron las miserias y las maravillas que encontraste. Y a
mí me fascinó la cara de asombro que pusiste cuando te giraste hacia mí al
salir de aquel escondrijo.
Me acostumbré a abrirte las puertas de mi caja negra. Y allí te di el pase VIP
para que hicieras lo que te viniera en gana.
Entrar, salir, entrar, salir...
Sabía que duraría lo que durara tu fascinación por tales rarezas.
Sabía que tendría que volver a ponerle la tapa a ese lugar.
Lo que no sabía, en lo que no había caído hasta que te largaste, era que tú ya
te estabas fabricando un rinconcito para ti en esa cajita siniestra.
Para guardarte a cal y canto para siempre.
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