Y lloré.
Lloré como llora un niño pequeño en la oscuridad de su cuarto por la noche.
Ese berrinche repentino no era esperado, me sorprendió tanto que, una vez comenzaron
a caer las lágrimas por mis mejillas con barba y a emitir unos sonidos que
recordaba muy a lo lejos a mi yo de ocho años, me esforcé.
Me esforcé en gritar, en exprimir el lagrimal hasta sacar todas esas lágrimas
apoltronadas allí durante siglos, en sollozar sin consuelo como hacía ese niño.
No era para tanto.
Pero era demasiado lo que no me había permitido llorar.
Era volver al origen.
Ese lloro se expandió por mi cuerpo. Mi mandíbula lloró dolor, mi garganta
lloró arcadas, mi pecho lloró mucha rabia, mi estómago lloró ira, miedo y
culpa.
Esos cinco minutos fueron alojarme en el Nirvana, fueron como volver a nacer de
nuevo, fueron reset, fueron recordar otros "Adris" para dar
paso a alguno nuevo.
Estaba solo y nadie podía decirme la mítica frase "no llores".
Y menos mal, porque esta vez me iba a rebelar contra el mundo y sí me iba a
dejar llorar.