Te conocí.
Y lo primero que sentí al escuchar tu voz fue una paz que se extendía desde el
orificio de mis oídos, pasando por la cabeza, nuca y espalda, bajando
lentamente por las piernas, convirtiéndose en eterna al escaparse por los pies.
Eras una maravilla inexplicable, inalcanzable, grandiosa...
El halo de colores más brillante que jamás había visto envolvía todo tu ser.
Un alma primigenia y pura capaz de curar al mundo.
Un arcoirís energético que colisionaba con una fuerza intratable con mis ganas
de descubrirte.
Adentrarme en tu vida, aunque fuera en pasitos diminutos, me resultaba
apasionante.
Eras un ser único y mi principiante forma de integrarme en el mundo ya empezaba
a sentir cosas que todavía no sabía interpretar.
Así, como un trueno que no esperaba, empezabas a fascinarme.
Y la vida, impasible y paciente como siempre, haciendo su trabajo. Apartándonos
(un poco), ofreciéndonos las oportunidades de aprender hasta encontrarnos de
nuevo. Siendo las mismas, pero otras.
Poniendo encima de la mesa lo que necesitábamos para crecer antes de colgarnos
definitivamente de nuestros cuellos.
El universo no da puntada sin hilo.
Y así, tras algún "adiós" que fue un "hasta luego", nos
reencontramos en una jungla exuberante de fuerza, confianza y seguridad. Sin
miedos, sin dramas, sin frenos.
Y ahora, subidos a ese viaje sin fin, no encuentro mejor manera para aprovechar
mi tiempo que invertirlo en descubrir cada uno de esos rayitos de energía
intensa que sacuden mi piel cuando me tocas. Estudiar minuciosamente el
cosquilleo de estómago que me provoca tu presencia. El curioso brillo que se me
pone en los ojos cuando te miro. Admirar la manera en la que ves el mundo y te
relacionas con él. Y las millones de sensaciones físicas y sensoriales que
todavía estoy tratando de descifrar.
Compartir vida contigo está siendo maravilloso.
¿Cómo no iba a enamorarme de ti?