05 enero 2019

El pacto que no cumpliré jamás


Tu nombre del WhatsApp tenía una T al final.
Creía que era el principio de nada, o que ni siquiera tenía un principio entre las manos. Queríamos que todo fuese frío, sin darnos cuenta que desde el primer momento se nos encendieron las velas. Suficientes para comenzar a provocar nuestro deshielo.

El corazón reseco y el alma pidiendo a gritos un hueco en esa cama desierta, aunque fuera en el borde, asumiendo gustoso el riesgo de caer al suelo en cualquier momento.

Una vez más, volví a confundir el cielo y el infierno, los ángeles con los demonios y mi resonar de tripas con ¿la misma piedra?. No, no lograba entender el blanco y el negro, y mi mente grisácea y sucia se descoloraba día tras día.

Casi éramos nada y ya empezábamos a dudar si seguir siendo. Quitarnos la armadura media hora, cada dos domingos, tocarnos el cuerpo y osar rozarnos el alma sin quererlo.

Hasta que llegó un momento en el que me moría de ganas por lanzarme, al precipicio, al volcán en erupción, al fondo del océano. Lanzarme a morir a los leones, con el afán temerario de ignorar cualquier pasado.

Lanzarme, eso quería yo.
De cabeza, desnudo, sin el arnés de seguridad.

Maltratando el pacto de sangre que hicimos, y sabía que no iba a cumplir jamás.